ecos de la mina

Hace poco llevé a mis padres a un evento y terminé pasando un par de días inmerso en el encanto pintoresco de Guanajuato, un histórico pueblo mexicano.
Un encuentro significativo fue con un minero jubilado de la Mina de La Valencia. Compartió historias de su carrera de 45 años bajo tierra, incluyendo relatos de amigos que perdió en accidentes y su roce personal con la muerte que lo llevó a un descanso de cuatro años antes de poder regresar a la mina. También nos transportó de regreso a la época en que los esclavos, bajo el dominio español, cincelaban sin fin por metales preciosos. Una iglesia, construida en honor al santo patrón, San Cayetano, permanece como testamento de esos tiempos oscuros. A pesar de su exterior inacabado, la iglesia alberga en su interior tres magníficos altares hechos de oro de 23 quilates.
Caminar por los túneles, explorar los callejones y observar la arquitectura de Guanajuato fue un deleite. Participé en una “Callejoneada”, un desfile tradicional donde estudiantes vestidos con atuendos distintivos tocan música a lo largo de los estrechos callejones, atrayendo a una multitud de turistas y convergiendo finalmente en “el callejón del beso”. Esta experiencia provocó reflexiones sobre nuestra cultura mexicana y las significativas influencias españolas dentro de ella. Me intrigó cómo hemos adoptado tan fácilmente estos elementos extranjeros, a veces permitiéndoles eclipsar nuestra identidad precolombina. Este descubrimiento no es tanto una crítica, sino una nueva realización.
En las semanas que pasé con mis padres antes de nuestro viaje a Guanajuato, pregunté sobre nuestro idioma ancestral. Mi padre, nacido en Michoacán, y mi madre, nativa de Sonora y nieta de un pionero de un pequeño pueblo, no pudieron proporcionar respuestas definitivas. Esta curiosidad sobre nuestra ascendencia me llevó a reflexionar sobre los aspectos más amplios del idioma, la herencia y las actitudes sociales dentro de la cultura latinoamericana.
Entre muchos latinoamericanos, existe una percepción sutil del inglés como un idioma superior, lo que causa incomodidad cuando los hispanos que regresan del norte lo emplean. A menudo se ve como una traición cultural, provocando un tipo de confrontación “¿A caso crees que eres mejor que nosotros?". Curiosamente, los mexicanos parecemos sentirnos más cómodos cuanto más nos alejamos de nuestras raíces indígenas. Muchos de nosotros, incluyéndome hasta hace poco, no mostramos deseos de rastrear estas raíces, un aspecto de nuestro pasado que muchos desean olvidar.
Hace unos años, cambié mis publicaciones en redes sociales al inglés. Hasta el día de hoy, esta decisión provoca ocasionalmente comentarios sarcásticos que cuestionan mi lealtad al español. Sin embargo, en un tiempo en el que el inglés une culturas, mi decisión es puramente práctica. Amo el español y lo considero mi lengua materna, pero cada vez más, parece un idioma prestado, mientras que el inglés parece ser el idioma de internet y el lenguaje común entre personas visitando lugares turísticos. Los idiomas de mis ancestros siguen siendo un enigma y probablemente nunca sepa que idioma debería haber sido realmente mío.
¿Por qué estoy pensando en estas cosas? 
Durante una conversación reciente con una misionera de tiempo completo, se me recordó que numerosos idiomas están al borde de la extinción, sin una forma escrita para preservarlos. Lo que me llevó a hacerme estas preguntas: ¿Debemos prioritizar  salvaguardar estos idiomas? ¿Tienen valor para el futuro? ¿O la humanidad está avanzando constantemente hacia un idioma universal en nombre de la unidad y el avance?
He estado siguiendo el uso de la inteligencia artificial (IA) en la traducción de idiomas. El potencial de la IA para traducir idiomas hablados abre nuevas vías para preservar los idiomas en peligro de extinción, asegurando que las generaciones futuras mantengan una conexión con sus raíces, comprendan sus orígenes y reconozcan las contribuciones únicas que pueden ofrecer al mundo.
Escuchar al minero hablar sobre los tiempos coloniales me hizo reflexionar sobre las acciones justificadas en nombre de la fe. Estoy agradecido por mi fe, que tomó a los españoles introducir el cristianismo, a los angloamericanos traer el protestantismo, y en los últimos años, he sido enormemente influenciado por los círculos carismáticos. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en cómo podríamos estar replicando las mismas transgresiones que los primeros cristianos, especialmente en el ámbito del trabajo misionero. No suscribo a la creencia de que el fin justifica los medios.
Caminando por la Ciudad de México, se me recuerda agudamente la disparidad de clases sociales, incluso más palpable que en otras partes de México donde he residido. Aquí, el colorismo y el clasismo realmente están en tu cara.
Estas observaciones sirven como una advertencia para mí mismo en mi mente.
Habiendo crecido entre misioneros y participando en el trabajo misionero desde mi infancia, siento un destino para seguir buscando formas de servir en el futuro. No importa cómo se manifieste ese servicio, que siempre esté dispuesto a ayudar sin condicionar mi asistencia a la aceptación de Jesús y la adhesión a mis creencias.
Que podamos emular el amor de Jesús: incondicional, deshacernos del complejo de salvadores y que estemos dispuestos a lavar los pies incluso de aquellos que podrían traicionarnos.
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